miércoles, 19 de mayo de 2010

Presentación de Yafaar

Jartum, Sudán. 8 de junio. 19:20.

Había sido un buen día para Yafaar. Había pasado varios meses fuera y estaba disfrutando aún de su vuelta a casa. Los niños estaban muy cambiados, pero todos parecían estar bien, salvo su madre. Su corazón estaba cada vez más débil y ya apenas se levantaba de la cama. Era consciente de que era muy posible que este permiso podía ser la última vez que la viese, así que se dijo a sí mismo que debía pasar todo el tiempo que pudiese con ella. El día menos pensado Dios la llamaría para reunirse con su padre y él estaría lejos, posiblemente no se enteraría hasta días después y desde luego no podría asistir a los funerales.

Era una vida dura, pensaba mientras esas cavilaciones le afligían a la vez que recorría las calles que le separaban del locutorio al que debía ir. Pero era el trabajo de Dios y su sagrado deber como creyente hacer todo lo posible para que se hiciese Su voluntad en la Tierra. Otros hermanos tenían cometidos más duros, no podía quejarse. A él nadie le pidió que fuese a Iraq o Afganistán, ni que se inmolase en ningún país lejano. Yafaar Mohamed Hussein era un abogado competente y resuelto, un hombre al que se le daban bien los idiomas y un buen musulmán. Siempre había frecuentado la mezquita y la madrasa con su hermano Hazim, de quien no se separaba de pequeño. Pero Hazim salió de la madrasa con algo más que su hermano mayor. Comenzó a cultivar nuevas amistades y a frecuentar otros círculos. No era tan buen estudiante como Yafaar, y a sus padres les procupaba que no pudiese aspirar más que a un oficio o a un puesto de eterno subordinado, aparte de que a Hazim no parecía importarle nada más que Dios, su familia y sus amigos. Un día al llegar a casa dijo que uno de sus amigos le había conseguido un trabajo en Londres. A Yafaar le gustó la idea de que dejase aquel ambiente y a sus sombrías nuevas compañías. No se hacía ilusiones con las posibilidades de su hermano en el extranjero, pero sin duda eran mayores que en casa.

Pasaron varios años. Hazim llamaba con regularidad, pero algo no iba bien. Decía ganar dinero y que todo le iba bien, pero nada de mujer ni hijos, ni tan siquiera parecía interesado en tener novia. Lo cierto es que la transformación que comenzó en Jartum se completó en una mezquita de West Hampstead, al norte de Londres. La mezquita, como la mayoría de las nuevas construidas en Europa, fue financiada por el gobierno saudí y en consecuencia se hizo cargo de ella un imán de la misma nacionalidad. Dado que la única rama permitida del Islam en Arabia Saudí era el wahabismo, la generosidad en la financiación de mezquitas en tierras de infieles tenía como resultado una auténtica colonización religiosa por parte una de las ramas más extremistas del Islam. La llegada a Europa de jóvenes musulmanes como Hazim era como arrojar cerillas a un charco de gasolina. Alienados, desarraigados, mayoritariamente pobres y sabiéndose objeto de desconfianza, no hacía falta ser un gran teólogo para catalizar sus frustraciones y odios en una nueva religiosidad. A Hazim le obsesionaban aquellas mujeres repugnantes que se paseaban medio desnudas, los sodomitas que hacían ostentación de sus aberraciones, los de cabezas rapadas que les insultaban o les daban una paliza con cualquier excusa, la inagotable oferta de toda clase de vicios. Si Satán vivía en alguna parte no podía ser muy distinta a Londres. Él y sus amigos fueron sumergiéndose en un círculo cada vez más reducido y oscuro, una nueva existencia de obediencia y rigor religioso que tenía como base el odio a los enemigos de Dios. Llevaba ya cuatro años en Londres cuando alguien habló de hacer algo más que gritar en las manifestaciones. Hazim se resistía aún a la idea de inmolarse, pero el imán tuvo unas palabras con él y le convenció que no había lugar más alto ante Dios que el de los que habían sufrido y muerto por Su causa. Uno de sus amigos le prometió que daría 20.000 dólares a sus padres si la operación tenía éxito. Así que Hazim un día se lavó concienzudamente, se afeitó y se puso un chaleco que uno de sus amigos había preparado. Asustado pero con paso decidido se dirigió a la embajada norteamericana. La seguridad era apabullante y no esperaba poder entrar, pero la cola en la puerta era larga y no estaba vigilada. Esperó pacientemente y al llegar al control de acceso un adusto suboficial de marines le preguntó el motivo de su visita. Dijo que quería solicitar un visado y el suboficial, sospechando por su nerviosismo, le indicó que esperase en la puerta. Cuando ésta se abrió se encontró con otros dos marines que flanqueaban la entrada y otros dos más alejados. Estaba claro que no podía dejar que le registrasen, así que echó a correr y recorrió unos metros antes de ser placado por los cuatro hombretones. Uno de ellos al palpar el chaleco debajo de su chaquetón gritó “¡Bomba, bomba!”. Fue lo último que oyó. Hazim se encomendó a Dios y apretó el interruptor de su mano derecha. Los cinco saltaron juntos en pedazos y abandonaron este mundo, aunque habría luego más de una opinión sobre en qué dirección lo hicieron.

Yafaar recibió la noticia de un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores que acompañaba al policía que les interrogó a él y a su familia. De repente se convirtieron en miembros muy respetados de su comunidad. Un día alguien se presentó en casa de sus padres con una bolsa de deporte llena de dinero y les contó que su hermano había decidido convertirse en un shahid, un mártir. Yaafar estaba desolado. Sabía que su hermano era un musulmán devoto, pero de ahí a inmolarse…tenía que haber algo más. El mensajero era un hombre hábil que...

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